La infidelidad es ubicua. Está en todas partes. En su Facebook, en su Skype, en su WhatsApp. Pero sobre todo, en su cabeza. Se encuentra, ahí, agazapada. Usted ni la había notado. Hasta que un día, de repente, su móvil se ilumina. Y es un mensaje verde. De una persona que, en principio, es de su entorno, de confianza. Una persona que ni fu ni fa. Piénseselo muy mucho antes de responder. Los caminos del WhatsApp son inescrutables. Porque una sabe cuándo empieza una conversación por WhatsApp pero no cuando termina, batería mediante. Ha habido conversaciones de WhatsApp que han durado toda una vida. Se han dado casos.
Puede ser cualquiera. Desde un inofensivo compañero de trabajo, un anodino vecino, el amigo del novio de una. El perfecto bon xic, que las mata callando. Y escribiendo. Porque hay auténticos dioses del WhatsApp. Auténticos portentos profesionales, capaces de hacer más regates en una sola conversación que en una final de la Champions. Y, claro, tanto hablar con los dedos, hace que las féminas desatendidas alcancen un ardor cercano a la ignición. Combustión espontánea, cree que se llama. Y con un furor uterino inducido por lingüistas expertos comparable a una ávida lectura de las aventuras del señor Grey, las modositas que deciden pasar a mayores son legión.
Ejércitos de mujeres que nunca han roto un plato. Madres pluscuamperfectas que hace meses que no reciben un mensaje de sus esposos y, de repente, se lían la manta a la cabeza para comprobar si ese espejismo, si esa electricidad digital, es real. Como dice su mejor amiga, si quieres intentar algo con un hombre, consigue su número. Después, dependerá de la labia quebrar la voluntad de cada cual. Pero vayan con cuidado. El amor, como el azar, es impredecible. Nunca se sabe lo que hará prender a una mujer. Ni a un hombre perder la cabeza.
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